martes, 29 de octubre de 2013

La flor de san pedro



Mi memoria guarda recuerdos de fachadas blancas y portales abiertos de par en par, de naranjos cuajados de frutos aún verdes que arrancábamos para jugar a guerritas o a fútbol. 


Mi memoria guarda el olor del azahar, el calorcito del sol de la tardes de una incipiente primavera donde las madres conversaban sentadas en el poyete del jardín mientras las niñas paseábamos nuestras muñecas en sus capazos.


Mi memoria guarda el color de las margaritas, geranios y san pedros que poblaban cada jardincillo y que, con inconsciencia infantil, deshojábamos en el sempiterno “me quiere, no me quiere”, inventábamos las primeras uñas postizas o decorábamos nuestras frentes cual snorkel. 


Mi memoria guarda el miedo de la carrera desbandada tras un balonazo en las rejas de la ventana del ciego o tras el grito delator de “¡Guaaaardia, los niños en las flores!”.


Aún resuenan en mis oídos los pasos infantiles apresurados de las mañanas de Reyes, el timbre de las bicis nuevas o el sonido de aquellos primeros coches dirigidos por cable.  También perduran voces conocidas: “¡Fulanito, para arriba que ya está la comida lista!, ¡Mami, échame una peseta!”.


Un estilo de vida a 33 rpm, donde se jugaba al elástico, la comba o el guiso, y las más osadas al látigo, al poliladro o al trompo; tiempo de Nancys y Nenucos, de Exin Castillos y Fort Comanches.


Noches de verano con vecinas al fresco de la noche, en distendida conversación, noches de júas con olor a hoguera, dama de noche y jazmín.


Noches de serenata, donde las más privilegiadas se veían agasajadas por el son de la tuna.


Novias que salían de portales engalanados con claveles y llamanovios, rodeadas de vecinas curiosas con ropa de estar por casa exclamando: “¡Qué bonita vas, hija!”.


De todo aquello ya no queda apenas nada, salvo el eco. Totalmente consciente de que el tiempo pasa inexorable no puedo evitar sentir un dolor sordo en mi alma, dolor ante la pérdida de aquella sensación de seguridad, de aquellos años donde la única preocupación era el colegio y jugar.


Por eso, cuando paso por algún lugar vetusto, me pregunto cómo fue la historia de las gentes que lo habitaron, cuántas alegrías y penas se vivieron en él y marcaron el futuro de sus vecinos.


Tengo la convicción de que ése es el valor inmaterial de las cosas, el que forja sentimientos en las personas que las habitan o las poseen. De mi niñez tengo muchos, muchos recuerdos, la mayor parte gratos, que forjaron la persona adulta que soy hoy, para lo bueno y para lo malo y por eso, de vez de cuando, me dan estos brotes de infinita nostalgia que, ineludiblemente, necesito expresar en palabras.

Fuente de imagen: Google